Comentario
En las sociedades urbanas, y sólo en ellas, confluyen el conjunto de fenómenos que posibilitan las artes mayores. Es una cuestión de capacidades técnicas y de organización del trabajo, pero sobre todo de exigencias sociológicas, de razones de mentalidad, por las que determinadas elites, en el marco de sociedades muy jerarquizadas, encuentran en el arte un vehículo con el que expresar su superioridad o su rango, la forma adecuada con la que fijar referencias tangibles del orden establecido o deseado, en función de las aspiraciones de los dirigentes, que son los demandantes de las grandes obras de arte.
El arte superior tiene también una fructífera lectura económica. Sólo en el seno de sociedades que han superado con mucho el nivel de mera subsistencia, que acumulan excedentes controlados por quienes ocupan la cúspide de la sociedad, permiten la amortización de una parte del esfuerzo colectivo en acometer ambiciosos proyectos artísticos como los que, para la cultura ibérica, suponen monumentos como el de Pozo Moro o las esculturas de Porcuna (que, por cierto, estas últimas debieron estar asociadas a construcciones importantes de las que sólo se recogieron, y se han conservado, unos pocos vestigios). Por otra parte, la economía de las sociedades urbanas tienen en el contacto económico interurbano e intercomunitario su catalizador principal, de forma que es consustancial a su desenvolvimiento cotidiano el establecimiento y el mantenimiento de esos contactos. La imbricación, por tanto, de los centros urbanos en redes económicas a veces muy vastas, aseguradas por vías terrestres bien establecidas, o por rutas fluviales y marítimas estables y controladas, son las que crean el sorporte a un flujo de influencias que determinan fenómenos de aculturación, de afluencias culturales, muy activos.
Los contactos a todos los niveles, la movilidad de especialistas y de técnicos para desarrollar las propias expectativas y atender a la creciente demanda de nuevos productos, utilitarios o artísticos; la consolidación, en suma, de ambientes cosmopolitas y abiertos a múltiples influencias, son los que crean las condiciones para el desarrollo de un arte acogedor de múltiples influencias, en el que los fenómenos de aloctonía, más que una rareza, son los habituales, todo ello en un proceso cultural que acerca cada vez más a las civilizaciones implicadas en esos contactos. Es la base de las recurrentes koinés culturales, u oleadas de unificación artística o cultural, que se detectan en las civilizaciones mediterráneas. El proceso de interdependencia que éstas experimentan, con altos y bajos bien notorios -entre los primeros los que corresponden a las famosas koinés orientalizante (siglos VIII-VII a. C.), helenizante (siglos V-IV a. C.) y helenística (siglos III-II a. C.), señalaron el camino a la configuración de imperios universales, ajustados al marco geográfico que las crecientes exigencias económicas imponían, y que tras varias tentativas cuajó en el Imperio Romano.
Hace tiempo que se asocian a la cultura ibérica creaciones de alto nivel, y para las que se pensaba en fechas bastante antiguas, del siglo VI a. C. al menos, como el toro androcéfalo denominado Bicha de Balazote (Albacete), las esfinges de Agost (Alicante) y de Salobral (Albacete), el león de Baena (Córdoba) y tantas otras. Sin embargo, de la cultura ibérica y de su evolución se sabía bastante poco, y lo que se sabía invitaba más bien a pensar en un desarrollo o una maduración tardíos, sin que fuera concebible un nivel de desarrollo verdaderamente urbano sino hasta fechas cercanas a la conquista de Roma, cuando no como resultado de la romanización misma. Con estas premisas, el arte de fecha bastante antigua que las citadas esculturas representan era visto como una respuesta bárbara a impulsos coloniales, materializados en creaciones más o menos afortunadas. En todo caso se trataría de un arte epidérmico a lo puramente ibérico, en el que era común creer percibir fenómenos de arcaísmo, de perduración de viejas fórmulas estilísticas aún mucho después de su tiempo propio en las culturas colonizadoras, sea la fenicia o la griega. Con el recurso a las tendencias arcaizantes ibéricas se pretendía acercar la fecha que las piezas directamente sugerían a las más recientes que se suponían apropiadas al desarrollo de la cultura ibérica. Estas tendencias y ciertas pistas arqueológicas alimentaron la célebre propuesta del maestro García y Bellido en defensa de una datación en época romana de buena parte de la producción artística ibérica, incluida la Dama de Elche.
Es esta una cuestión que merecería un comentario más extenso del aquí factible. Pero de lo que se trata es de ser conscientes del cambio cualitativo que supone la actitud mantenible hoy día ante el arte ibérico, gracias a la nueva visión que se tiene de la cultura que lo sustenta. La indagación arqueológica permite comprobar ya un amplio desarrollo urbano en las fechas antiguas que las producciones artísticas sugerían. Centros grandes recientemente excavados, que merecen la calificación de oppida o de ciudades, como los de Tejada la Vieja, en Escacena del Campo (Huelva), Torre de Doña Blanca, en El Puerto de Santa María (Cádiz), Torreparedones, en Castro del Río-Baena (Córdoba), Plaza de Armas de Puente de Tablas (Jaén), y otros, demuestran un importante desarrollo urbano desde fechas que se adentran en el Bronce Final, y un particular empuje urbanístico a partir del siglo VI a. C. Desde entonces es frecuente ver organizaciones arquitectónicas evolucionadas, con plantas urbanísticas bien trazadas, racionalmente dispuestas, y claro reflejo del orden que vertebra a la comunidad, con formas de poder que tienen en las imponentes murallas con que suelen dotarse su mejor expresión.
En centros menores, igualmente indispensables en tejidos urbanos desarrollados, se advierte la misma capacidad urbanística, el mismo nivel de planificación y de organización comunitaria. Por ejemplo, los poblados recién excavados de El Oral, en San Fulgencio (Alicante), y de la Quéjola, en San Pedro (Albacete), dan cuenta de ello en fechas también antiguas, que arrancan de fines del siglo VI a. C.
Se tiene, pues, documentado un nivel urbano importante desde fechas antiguas, que explican como soporte socioeconómico, y favorecen por la amplitud de relaciones que entrañan, el desarrollo de un arte del alto nivel que lasproducciones mismas ponen de relieve. La existencia, incluso, de etapas calificables de urbanas en fechas anteriores a las del siglo VI -las que corresponden a la época orientalizante de Tartessos-, siglo aquel en que se produce, sin duda, la eclosión del gran arte ibérico, abren paso a la posibilidad de que hubiera un arte mayor, más o menos escaso o esporádico, en tiempos aún más antiguos.
Permítaseme recordar un comentario que el profesor Antonio Blanco puso por escrito en más de una ocasión, cuando decía que fue Tartessos una civilización sin estatuas. Era, como puede fácilmente adivinarse, la expresión de una sorpresa, porque a la vista de lo que se sabía de la civilización tartésica, y de lo que se daba en las civilizaciones más desarrolladas del Mediterráneo con las que Tartessos tuvo contacto más o menos directo, era de esperar que la gran civilización del mediodía hispano hubiera tenido una producción escultórica propia. Quizá de hecho la tuvo, de lo que tendríamos ya muestras en la vieja animalística turdetana o en monumentos como el de Pozo Moro. La investigación futura dirá la última palabra sobre esta sospecha, abrigable hoy sin forzar lo que arqueológicamente conocemos de la civilización tartésica e ibérica.